martes, 7 de agosto de 2012

Aún recuerdo como miró al horizonte azul. Mientras se quemaba y se iba desgastando y su pupila enloquecida lo seguía y sonreía, todo parecía un sueño.
Decían que era como una persona de seda, que su pelo lacio lacio, tan claro y largo que se suspendía en los átomos de todo objeto que lo tocara.
Y así era. Su jardín interior estaba tan tan bien cuidado. Todo era fuentes y arboles bien podados. 
Sus pies eran césped. Florecía de todo en sus pulmones. 
Y yo era desorden y maleza. Mi jardín interior eran ramas que terminaban en zarzas y rosas contagiando su color a hojas de sauce que se mezclaban con fuentes averiadas y oxidadas y un montón de grillos desentonados intentaban una y otra vez una melodía mientras el grillo más viejo dirigía la imposible orquesta una y otra vez.
Y los colores de aquel jardín. Tan bien alineados. Y mi jardín era tan tan feo. Tan oscuro y vívido.
Entonces me volví hacia ella, y de sus ojos suspendía una lágrima verde pastel. Y entonces lo entendí todo. 

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